sábado, 28 de mayo de 2016

LEYENDA DEL REY RAMIRO










LEYENDA DEL REY RAMIRO
Siendo califa de Córdoba Al Nasir, más amigo de la paz que de la guerra, quiso emplear una gran cantidad de dinero para rescatar los cautivos moros de Andalucía que pudieran tener los cristianos, y envió emisarios con tal objeto que, al mismo tiempo deberían procurar el sostenimiento de buenas relaciones en lo sucesivo.
Esos emisarios no hallaron prisioneros que pudieran ser rescatados, pero consiguieron que las relaciones con los mahometanos conocieran una etapa de tolerancia y buena voluntad.
Ramiro II, tenía su corte en León, que era entonces la capital por aquellos tiempos en que Galicia comprendía buena parte de Asturias, León, Zanora y parte de Portugal, le gustaba pasar algunas temporadas en el castillo de Salvatierra de Miño; y allí fue donde recibió la embajada de Al Nasir, en la cual venía el general moro Abelcadan.
Este Abelcadan, hombre gentil y amable que había llevado a la reina, esposa de don Ramiro, un rico presente de magníficas joyas, dejó grato recuerdo en el paracio real. Pero, viéndose obligado el rey Ramiro a salir, cuando volvió se encontró con la sorpresa de que su mujer no estaba en el castillo, porque la había llevado consigo el general moro.
Don Ramiro se encolerizó ante aquel hecho y se propuso castigarlo como merecía. Mandó llamar a su hijo Ordoño y reunió un pequeño ejército que embarco en dos naves bien armadas y tomaron rumbo a Porto Cale.
Cuando las naves llegaron a Foz, a la entrada del río, hizo cubrirlas con paños, y algunas grandes ramas de árboles para que no se notara que eran barcos de guerra. y después que las naves anclaron, el rey se vistió como moro y ocultó por bajo de las ropas su espada y el cuerno de señales y dijo a su hijo, habiendo hablado también con sus hombres de armas que cuando oyeran su cuerno todos le acudiesen; y que, entretanto fuesen subiendo silenciosamente por entre el arbolado que cubría el monte en cuya cima se erguía el castillo, y que estuviesen alerta por si fuese necesaria la lucha.
Don Ramiro desembarcó solo y fue a ocultarse cerca de una fuente que había cerca del castillo.
Una doncella que servía a la reina, se acercó a la fuente para coger un jarro de agua; y el rey Ramiro se levantó y fue a preguntarle si era ella del castillo de Abelcadan.
-Sí, soy -respondió ella.
-¿Y estará el general en su morada?
-En este momento no está; pero creo que no tardará en venir.
 Entonces don Ramiro rogó a la muchacha que le dejara  beber en el jarro. Y la doncella se lo ofreció; pero don Ramiro mientras bebía, echó dentro del jarro la mitad de un anillo que había partido con su mujer, sin que la sirviente se diese cuenta.
Y cuando la esposa del rey fue a echarse agua en las manos, vio asombrada aquella mitad del anillo que conocía y supuso que había sido el rey quien allí lo había metido.
Llamó entonces a la doncella y le preguntó:
-Hoy te has retrasado mucho en la fuenie, con quien has estado?
-Señora, no he estado con nadie
-¿Pues no has hablado con alguien? Dime la verdad que es cosa que me interesa mucho; si eres fiel, he de hacerte un buen regalo.
Entonces la muchacha le dijo:
-Señora, es cierto. Encontré allí un moro que me pidió que le diera de beber, y bebió en el jarro. Y nada más.
-Pues ve a ver si todavía está allí ese moro, y si le ves, dile….no; que venga contigo aquí, que quiero hablar con él.
Volvió a la fuente y halló al moro, que estaba allí cerca, sentado junto a una peña. Y le dijo ella que la señora le quería hablar y que fuese con ella al castillo.
Don Ramiro se levantó y la siguió y, cuando llegaron al palacio, la reina le conoció en seguida; pero luego que el rey Ramiro estuvo a su lado, sin dar muestra alguna de alegría, ni menos de amor, le preguntó:
-¿Cómo has sabido que estaba aquí? ¿Quién te ha traído?
-Tu amor -respondió él.
-¿No tienes miedo de venir ti solo? ¡Vienes a morir!
-Todos tenemos que morir algún día -dijo el rey.
Luego la reina llamó a la doncella y le ordenó que condujera a aquel hombre a una cámara; pero encargándole que no le diera nada de comer ni de beber. Pero la doncella, apiadándose de él, le llevó alguna cosa de comer y beber.
Y cuando llegó Abelcadan, le sirviéron la comida a éI y a la esposa de don Ramiro; y mientras comían, ella le díjo a su amante:
-Oh, amor mío, esta noche tuve un sueño extraño: soñé que el rey Ramiro, mi esposo, estaba aquí. Si tú le tuvieras en este castillo, ¿qué le harías?
-Yo le haría lo que él me haría a mí si me tuviera en sus manos: Le daría la muerte.
Entonces la reina llamó a la doncella y le ordenó que llevara a su presencia aquel moro que estaba cerrado en la cámara, según ella le había dicho; y fue la doncella y trajo al rey Ramiro. Y Abelcadan preguntó a este:
-¿Eres tú el rey Ramiro?
-Sí, soy el rey Ramiro.
-¿Y qué has venido a hacer aquí?
-Vengo en busca de mi mujer, que tú has traído contigo traidoramente, aprovechando mi estancia en León, porque te has presentado en mi palacio como emisario de Al Nasir, para tratar de paz y de tregua, y así has sido tratado; y yo me he confiado en ti.
Pero, Abelcadan, sin otra cosa, le dijo:
-Pues has venido a morir; pero me gustaría saber qué clase de muerte me darías a mí si me tuvieras en Salvatierra, como yo te tengo aquí ahora.
A lo que respondió don Ramiro:
-Yo te daría un capón asado y una torta dulce, y también te daría una copa bien llena de vino para que bebieses; después abriría todas las puertas de mi castillo y llamaria a todas las gentes para que vinieran a ver cómo morías ; y tú subirías a lo alto de la torre y junto a las almenas soplarías en el cuerno hasta que cayeras muerto sin aliento para nada más.
-Pues esa muerte voy a darte yo -dijo el jefe moro.
Y ordenó que se abrieran todas las puertas del castillo y que entraran en los patios todos cuantos quisieran ver la muerte del rey Ramiro. E hizo subir a este hasta lo alto de la torre y que le dieran de comer y de beber como él había dicho, y después el rey Ramiro, al pie de las almenas, empezó a soplar en su cuerno, llamando a su gente para que le acudiesen.
Cuando el hijo y sus gentes de armas oyeron el cuerno, corrieron al castillo y, cogiendo a los moros desarmados, hicieron en ellos gran mortandad. El rey don Ramiro descendió de la torre con su espada en la mano y, encontrando en su camino a Abelcadan, de un fuerte tajo lo degolló; y en seguida, poniéndose al frente de los suyos, corrieron toda la villa de Gaia, no quedando un moro vivo de cuantos allí se hallaban, y derribaron el castillo sin dejar piedra sobre piedra
Después el rey cogió a su mujer y a todas sus doncellas y las riquezas que allí pudo hallar y se fueron todos para las naves que tenían ancladas en el río Duero.
E hicieron a bordo una gran fiesta; y luego, como don Ramiro estaba muy cansado, quiso acostarse un poco y apoyo la cabeza en el regazo de la reina. Y la reina, cuando él se adormeció, se echó a llorar; y sus lágrimas le caian al rey Ramiro sobre el rostro y le despertaron. Y al ver que su mujer lloraba tanto, le preguntó por qué lloraba.
-Lloro -dijo ella- por el buen moro que has matado.
El hijo del rey, Ordoño, que estaba cerca de su padre, al oír aquellas palabras, exclamó:
-Padre, tenemos el diablo a bordo de la nave y no debemos llevarlo con nosotros.
Entonces el rey don Ramiro tomó una gran piedra que había en la nao y, amarrándola con una cuerda al cuello de su mujer hizo que la tirasen al agua.
Una vez llegados a Salvatierra, el rey don Ramiro reunió a toda su corte y contó cuanto le había sucedido; y después bautizó a la doncella que le había atendido cuando fue en busca de su desleal esposa y le puso de nombre Aldart, y se casó con ella.
Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega

sábado, 21 de mayo de 2016

EL PUENTE DA FREIRA










EL PUENTE DA FREIRA
Era por el año 791.
Uno de los primeros días del mes de mayo, en la pequeña aldea de C., no muy distante de la orilla del mar, situada en el valle a los pies del monte N., estaban de fiesta.
Las campanas de la humilde iglesia del lugar sonaban alegremente. Todos los vecinos, con la ropa de los días de fiesta y mostrando la mayor alegría en sus semblantes, se dirigían al templo. Delante de la comitiva iban del brazo un apuesto doncel y una linda muchacha. Él vestía sus mejores galas; ella ceñía su cabeza con el blanco velo de las desposadas.
El era un hidalgo del lugar que, después de guerrear contra los moros, iba a casarse con la elegida de su corazón, huérfana de otro hidalgo muerto hacía algunos años, luchando por la misma causa.
En el atrio de la iglesia aguardaba el anciano sacerdote a los que iban a unirse para siempre ante Dios.
Pero, cuando llegaban a la puerta de la iglesia, se oyeron los roncos sonidos del cuerno de los alarbes. Todos quedaron sorprendidos y absortos, preguntándose lo que aquello podría significar. Un muchachito de diez a doce años, que llegó corriendo casi sin aliento, los sacó de dudas, diciendo con espanto:
-¡Los moros, los moros!...
Todo fue confusión y dolor en la, momentos antes, alegre aldea.
El anciano sacerdote, las mujeres y los ancianos suben hacia la cumbre del monte, donde procuran refugiarse. Los hombres, armados a toda prisa, los siguen poco después, dispuestos a dejarse matar antes que ver a sus hijas, hermanas o novias presa de los aborrecidos infieles o sirviendo de esclavas en el harén.
Aún no bien empezaran a remontar las primeras estribaciones del monte, cuando vieron a los moros avanzar por el valle, al galope de sus briosos caballos.
Dieron los nuestros la cara para tratar de impedirles el paso mientras las mujeres buscaban cobijo en el monte, en un lugar convenido, donde habrían de ir a buscarlas los hombres si lograban triunfar.
Se trabó la lucha, pero, a pesar del heroísmo de los valientes y desesperados gallegos, la superioridad de los moros era mucha y, poco a poco, fueron cayendo unos tras otros los esforzados defensores, no sin cobrarse con las vidas de los enemigos las que a ellos les quitaban.
El pequeño que llevó la mala noticia de la llegada de los mahometanos había hallado un escondite entre los escombros de una casa derruida y logró huir para llevar noticias a los fugitivos del monte, que fueron, otra vez, bien tristes.
Ancianos, mujeres y niños llegaron al lugar donde creían poder hallarse alejados del peligro. Era en lo más alto del monte, un lugar que tenía en medio un profundo barranco que podía salvarse sólo por una especie de puente hecho con el tronco de un roble, puesto de tal forma que podía recogerse desde el otro lado, quedando así aislados por completo.
Pero una exclamación de dolor y desaliento salió de todas las bocas. ¡El puente había desaparecido!
No había por allí otra manera de remediar la falta. La última esperanza que les quedaba era que los hombres pudieran contener y vencer a los moros.
Mas pronto les llegó la noticia tristísima de que no podían tener esperanzas. El chiquillo les llevó la certeza de que los defensores de la aldea habían sido vencidos y que los infieles probablemente no tardarían en llegar a la cumbre del monte.
Todo se volvió gritos y sollozos; no sólo se lloraba por los muertos, sino también por el peligro que se acercaba para los vivos.
La novia, no sabiendo de un modo cierto si el que habría de ser su esposo había sido muerto o solamente herido, decidió sacrificarse por todos y, arrodillándose ante el anciano sacerdote, hizo el solemne voto de consagrar a Dios los días de vida que le quedaran si los salvaba de aquel peligro.
No bien el sacerdote admitió el voto, la novia, como si obedeciese a una inspiración del Cielo, se despojó del blanco velo de desposada que hasta entonces había llevado. Lo envolvió y, teniéndolo cogido por uno de los extremos, lo lanz6, desplegándolo, sobre el barranco. Se alargó el blanco tul y tocó en la otra orilla, quedando sobre el abismo a manera de puente. La novia, llena de fe, puso su planta sobre el paso improvisado, que adquirió la dureza de la piedra. Pasada al otro lado, con el sacerdote a la cabeza la siguieron todos, dando gracias a Dios por el milagro que había hecho. Acababa de pasar el último cuando en la cumbre aparecieron los moros.
Paralizados por el terror, los fugitivos no tuvieron ni ánimo ni tiempo para recoger el velo, cortando así el paso a los enemigos, y cayeron de rodillas rogando a Dios que hiciera otro nuevo milagro que los librara de sus perseguidores.
Los moros, ya creyendo su presa segura, lanzando gritos de triunfo, y pretendieron pasar el puente...
Pero, al llegar al medio, el que iba delante sintió que se hundía la piedra bajo sus pies y, abriéndose en dos el puente, cayó al abismo lanzando una maldición. Sus compañeros, estremecidos de horror, dieron vuelta desapareciendo para siempre, mientras al otro lado los fugitivos, de rodillas, entonaban la más ferviente oración de gracias a Dios que por dos veces les había mostrado su poder librándolos de caer en manos de sus enemigos.
Pasado el peligro, antes de volver a sus hogares quisieron recoger el velo. No pudieron conseguirlo: conservaba la dureza de la piedra, habiéndose cerrado el hueco por donde cayó el jefe moro. Allí quedó, pues, sirviendo de puente y como prueba del milagro hecho por Dios aquel día.
La novia cumplió su voto en el vecino monasterio de M., eN donde murió tenida por santa; y el puente, eN recuerdo suyo, fue llamado <<el puente da Freira>>.
Todavía hoy puede verse en el monte N., sirviendo de pasadizo del barranco, la blanca piedra a que esta leyenda se refiere.
Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega

domingo, 15 de mayo de 2016

EL FANTASMA BLANCO DE LA TORRE










EL FANTASMA BLANCO DE LA TORRE

En la cumbre de una colina que hay entre las parroquias de Seixalvo y Rebordelo, cerca de Orense, se veía, aún hace pocos años, pequeños montones de piedras labradas de cantería, restos de un castillo medieval que allí se había erguido, potente y orgulloso.
El señor de aquella fortaleza era un hombre gentil y membrudo, en lo mejor de su vida, pues andaría por los treinta y cinco años, y guapo como un arcángel. En sus ojos oscuros brillaba una mirada centelleante y en sus finos labios se dibujaba una sonrisa diabólica. El señor don Lopo Ramires era además apasionado y anidaba en su corazón ansias de un loco amor por cada muchacha bella o garbosa que encontraba en su camino , ya fuese hidalga o plebeya, pues no reparaba en castas.
Habitaba en una parroquia no muy distante del castillo un viejo labriego, colono de otro señor que tenía su casa fuerte algo distante del castillo de don Lopo. El viejo tenía una hija hermosa como una mañana de primavera, blanca de carnes como las azucenas y rubia de cabellos como las mismas hadas. Quiso su mala estrella que una tarde acertara a pasar por delante de su puerta el señor del castillo, don Lopo.
La joven, al oír el galopar del caballo, salió curiosa a ver quién era el que pasaba. Su mirada se cruzó con la del varonil y guapo caballero que, admirado de la hermosa rapaza, tiró de las riendas del corcel, haciéndole parar en el camino.
-Hermosa niña: ¿queres hacerme la fineza de darme una taza de agua?. Tengo una sed que me mata - dijo el caballero.
-Se da doy, sí, señor - y el latir de su coruzon a golpes nerviosamente acelerados, pareció que se le hacía subir al rostro todo el calor de su cuerpo, encendiendo sus mejillas con el color de las amapolas. Fue a por el agua y volvió en seguida con el cuenco, que ofreció al señor.
Se Inclinó este sobre la muchacha como para coger la taza; pero, cual súbito relámpago, rápidamente la abrazo con sus membrudos brazos, la levantó en alto y, poniéndola tendida ante si en el caballo, picó espuelas y salió a todo correr.
Tal fue la sorpresa y el asombro de Mingas, que ni siquiera dio un grito pidiendo socorro. Cuando se dio cuenta de su situación, ya el caballo galopaba por caminos despoblados y solitarios.
Llegado que hubo al castillo, el caballero llevo a la joven a un aposento de la torre y le dijo:
-Ahí, en esa arca que ves, hay hermosos vestidos que puedes ponerte. Entre tanto voy a dar algunas órdenes; volveré en seguida.
La afligida muchacha se sentó sobre un cojín y, apoyando su cabecita sobre el asiento de una silla tapizada que allí había, amedrentada, lloró amargamente. ¿Qué pensaría su padre cuando llegara a casa? ¿Qué iba a ser de ella?
En su interior brotaron multitud de pensamientos, ideas y miedos que le hacían estremecerse. Pero, de pronto, miró hacia la puerta, se irguió y fue corriendo para cerrarla y atrancarla en un impulso instintivo de defensa frente a los temores que la tenían sobrecogida.
Muy pronto alguien se acercó por la parte de fuera e intentó abrir, lo que no pudo conseguir. Entonces batió con los nudillos; pero Mingas ni se movió ni pronunció palabra alguna.
-Ábreme, nena -dijo la voz de don Lopo; y como no le abrió, repitió, volviendo a batir más fuerte-: ¡Ábreme, nena!
El mismo silencio.
-¡Si no abres, haré que derriben la puerta!.
Pero Mingas seguía callada y quieta; La única señal de vida que daba era el fuerte y rápido latir de su corazón.
Pasó algún tiempo. No podría saber si fueron dos horas o si fueron cuatro; al fin volvieron a batir en la puerta y Mingas oyó la voz de su padre, que la llamaba tembloroso:
-¡Nena, Minguiñas!
Sin darse cuenta de lo que hacía, instintivamente, Mingas fue a la puerta, la abrió y se abrazó a su padre, sollozando. El viejo lloraba también.
Pero su padre no estaba solo. Cuatro hombres del castillo lo tenían sujeto; y a su lado, don Lopo contemplaba a la pobre muchacha, estremecida por el miedo, con ojos centelleantes y una sonrisa demoniaca en los labios.
Rápidamente, Mingas subió a saltos las escaleras que había junto a la puerta y salió altercado de la torre seguida por don Lopo. Tras ellos subieron los otros, conduciendo al padre de la joven.
-¡No te acerque o me arrojo de la torre abajo! –gritó la muchacha, al lado ya de las almenas y mirando al señor, que no se atrevía a acercársela, temiendo que la infeliz cumpliera su amenaza.
-¡Si quieres salvar a tu padre, ven junto a mí! –le dijo colérico don Lopo -. ¡Si no vienes, será él quien caiga desde la torre! - e indicó a los hombres que llevasen hasta el borde del terrado al desdichado viejo.
No se sabe cómo fue; pero en aquel mismo momento, padre e hija, abrazados, se arrojaron al espacio y fueron a estrellarse sobre las losas del patio.
Y la leyenda dice que una noche, pocas después de la muerte de Mingas y su padre, cuando el señor don Lopo paseaba su saudade o su desesperación por el camino de ronda sobre los muros del castillo, una nubecilla blanca, que parecía la sombra de una mujer, lo envolvió con su niebla y se lo llevó por el aire. Más tarde; apareció también tendido sobre el enlosado del patio, con la cabeza destrozada.
Y se cuenta que en las noches claras de luna se veía algunas veces aquel fantasma blanco que se posaba en la vieja torre del castillo.
Y como el señor don Lopo Ramires no había dejado herederos, todos los servidores del castillo marcharon de allí y la fortaleza fue derrumbándose como si el mismo diablo la destruyera, sin que nadie se atreviera a poner en ella sus manos.
Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega