sábado, 19 de diciembre de 2015

LA MITRA DE HIERRO ARDIENTE















LA MITRA DE HIERRO ARDIENTE
Don Bertrán de Castro, conde de Lemos, fue llamado por su señor, el rey don Alfonso (Alfonso X el Sabio), para que acudiera con sus gentes a luchar contra los moros.
Don Bertrán convocó a todos sus amigos y vasallos, y en tanto estos se reunían y disponían para la marcha,  se acercó al convento de San Vicente del Pino, que estaba cerca de su castillo de Monforte. El conde de Lemos se hizo anunciar al abad don Ramiro, quien al momento fue a recibirle.
-Vengo -dijo el conde- para deciros que tengo que partir para la guerra; y como mi ausencia puede durar mucho tiempo, vengo a pediros un gran favor.
-Decid, conde.
-Bien sabéis que soy viudo. Mi hija, Elvira, queda encomendada a doña Berta, su aya. Pues bien: vengo a rogaros que miréis por ella. En vos pongo toda mi confianza.
-Id tranquilo, conde.
Desde entonces el abad del Pino no dejaba de ir cada día por el castillo de Monforte, y mientras anduvo el conde peleando por los campos de Andalucía contra los infieles, don Ramiro se interesaba porque todo marchara bien en el pazo y la condesita doña Elvira no se entristeciera pensando en los peligros que corría su padre, o en la soledad en que se encontraba sin aquel.
Algunas veces, cuando don Ramiro miraba a Elvira, brillaba una luz extraña en los ojos y el pecho le palpitaba como si en él se agitasen las olas del mar; pero la joven no se apercibía de tal cosa.
Por fin, un día llegaron noticias al castillo de que el conde regresaba. Pero en Monforte nadie sentía alegría por su llegada, sino que, por el contrario, las gentes se mostraban tristes, como desfallecidas, y hasta en los ojos de algunos viejos servidores del castillo brotaban las lágrimas.
Cuando el conde don Bertrán llegó con sus huestes, resonaban en el monasterio del Pino pausadas campanadas que anunciaban muerte. Sus criados y pajes, con el alcaide del castillo al frente, no acogieron a su señor con las muestras de alegría acostumbradas. Doña Berta, la aya de Elvira, se arrojó sollozando a los pies del conde.
Con un horrible presentimiento, el conde gritó:
-¡Elvira! ¿Dónde está Elvira, la luz de mis ojos?
-Elvira ha muerto -murmuró conmovido don Lope, el alcaide.
Y todos juntos encamináronse al convento, donde en aquellos momentos se celebraban las exequias de la condesita, que había fallecido el día anterior.
El conde lloraba como un niño. En balde el abad don Ramiro y los caballeros que le acompañaban trataban de consolarlo. No había sosiego, tranquilidad ni consuelo para el noble guerrero, que sentía clavado en su corazón aquel cruel e inesperado martirio en cambio de la alegría que esperaba hallar.
A partir de aquel día el conde don Bertrán se volvió huraño y hosco. Ya no recorría sus tierras en placenteras cabalgadas, ni empuñaba los halcones en su mano enguantada para cazar urogallos, palomas torcaces y perdices. Se sentaba en los poyales ante el ajimez de la torre y desde allí miraba, sin ver, la lejanía, sin contemplar las bellezas de la campiña por donde serpenteaba el río Cabe y reverdecían las ubérrimas vides y las frondosas arboledas.
Una tarde se acercó a don Bertrán el paje Mauro. Iba descompuesto, descolorido, tembloroso.
-Señor, señor, tengo que deciros una cosa.
-Pues habla -murmuró el conde sin prestarle atención.
-¡Doña Elvira ha muerto envenenada!
-¿Qué dices? -exclamó el conde, irguiéndose estremecido.
Los ojos centelleábanle-. ¿Quién te ha dicho tal?
-Doña Berta, que, como usted bien sabe, yace encamada y cree que se va a morir.
-¿Dónde está? ¡Llévame en seguida a su lado!
Pero cuando llegaron ya doña Berta no era de este mundo.
-¿Quién fue, quién fue? -gritaba el conde enloquecido, sacudiendo el cadáver de la vieja-. ¿Por qué no me lo has dicho?.  ¿Es que has sido tú misma, maldita?
-Ella habló del judío de Gurrias -se atrevió a decirle Mauro y más. Murmuro con miedo de don Ramiro, el señor abad.
-¡El abad don Ramiro!
Don Bertrán hizo que le llevaran a Gurrias, un viejo judío que componía brebajes y medicinas y, entre amenazas y promesas, el judío confesó que el abad, que sentía una pasión insensata por la hidalguita, no logrando ver satisfechas sus ansias, acudió a él para pedirle un bebedizo. El judío dijo que solamente le había preparado un jarabe dulce que no tenía peligro alguno; pero como aquello no resolvió las dificultades de don Ramiro, este volvió a pedirle un brebaje que la adormeciera. Llegó a decirle que le haría quemar vivo si no le daba lo que le pedía. Ante aquello, el hombre le dispuso otra bebida; pero recomendándole mucho cuidado en la manera como habría de usarla.
Después... se enteró de que la condesita había muerto... ¿Qué hacer?
-Está bien. Vete – dijo don Bertrán. Y le dejó ir para que don Ramiro no sospechara nada.
Pasó algún tiempo, hasta que un día el conde envió invitación a todos sus parientes, a los hidalgos amigos y a don Ramiro el abad. Quería dar su despedida a todos, pues se sentía viejo y enfermo, y así, por última vez verlos a su lado.
En el principal salón de la torre estaban dispuestas grandes mesas cubiertas con ricos manteles y espléndida comida que fue regada con los mejores vinos de Amandi y de los Peares.
Al terminarse el festín, se irguió el conde y puesto en pie, dijo:
-Todos habéis sido buenos conmigo acudiendo al llamamiento que os hice; a todos os lo agradezco. Y os lo agradezco más porque quiero que sepáis una cosa y que presenciéis su consecuencia natural: mi hija Elvira fue envenenada.
-¡Envenenada! -repitieron los convidados con espanto y dolor.
-¡Envenenada, sí! -prosiguió el conde-; pero el hombre ruin que por un puñado de monedas preparó el brebaje ya pagó su culpa. Podéis verlo, si queréis, colgado de una almena del castillo. Fue Gurrias, el judío.
El abad se agitó en su asiento, pálido y sudoroso. El conde, dirigiéndose a él, continuó:
-Mi señor abad don Ramiro, no os alteréis. El crimen pedía justicia. ¿No os parece que tenía el deber de hacerla? Pero a vos, en quien he fiado; a quien encomendé a la hija de mi alma, y que fuisteis traidor y desleal y, pretendiendo deshonrarla, le habéis dado un veneno que le produjo la muerte, ¿cómo he de premiar vuestros desvelos?
Y volviéndose hacia dos peones que estaban a un extremo de la sala, exclamó:
-Mis trompeteros, ¡dad la señal de la fiesta!
El sonido de las trompetas llenó la sala y, mientras entraban algunos hombres de armas, pasaron dos criados que portaban una gran bandeja en la cual refulgía una a modo de mitra de hierro ardiente.
Don Bertrán dijo entonces:
-Abad don Ramiro: vuestro proceder me ha movido a premiaros cual merecéis, haciéndoos regalo de esta mitra.
Y entre tanto unos sujetaban el abad despavorido, otros cogieron con grandes tenazas la ardiente mitra de hierro y se la pusieron en la cabeza.
No hay que defraudar a quien da la confianza.
Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega

sábado, 12 de diciembre de 2015

F R O R A L B A















F R O R A L B A
Fue allá por el año 710, cuando la muerte del rey Vitiza, al ser elegido don Rodrigo contra los derechos de Akhila y, vencido este, ocupó el solio reinando en Galicia.
Pero Vitiza tenía un hijo, Ebam, que no solamente quiso castigar el crimen del usurpador, sino también obtener el reino, como legítimo heredero de su padre.
Y pensándolo así, montó a caballo y se dirigió al castillo de Sobroso, para pedir ayuda al muy poderoso señor Fiz de Sarmento, fiel amigo y partidario de su padre, que contaba con muchos y buenos caballeros de Galicia, de los más ricos y que disponían de huestes bien armadas y aguerridas.
La noche era oscura, y para aumentar las tinieblas, se abriéron los cielos y llovía a torrentes. Ebam tuvo que dejar al instinto de su caballo el buscar un buen camino, aún cuando la impaciencia le consumía.
Cuando las primeras luces de la alborada empezaron a clarear, el príncipe, desde la cumbre de una colina, echó una mirada en derredor para saber dónde se encontraba. Viendo a lo lejos las torres de un castillo; era, sí, el castillo de Sobroso, bien conocido para él; y, a pesar de estar empapado, respiró fuertemente y, picando espuelas al corcel, que dio un bote, salió al galope por la ladera abajo.
Pero el caballo iba muy cansado por el ya largo viaje de la noche y en vano fue que el caballero le hincase las espuelas cuando poco después iniciaba la subida de la cuesta del monte próximo; él suelo pedregoso y escurridizo por la lluvia abundantísima hacía resbalar al animal, que se arrodillaba y vacilaba muy a menudo, hasta que, al fin, cayó para no levantarse más.
Ebam abandonó el caballo y siguió el camino a pie, ansioso por llegar a la cima en que se alzaban los muros del castillo.
Pronto vio asomarse a las almenas algunas gentes. Sin duda, se habían apercibido de su llegada y querían ver quién era el que se dirigía al castillo
¡El príncipe Ebam! gritó, una vez llegado ante la puerta que todavía estaba cerrada, Decidle aI conde...
La puerta fue abierta en seguida y el conde en persona salió a darle la bienvenida con cariño y deferencia.
Ya en la sala principal del castillo, en la cual un mozo encendía fuego en la chimenea para que el señor príncipe pudiera calentarse y secar las ropas, y en tanto le presentaban una humeante taza de leche con miel, el conde le preguntó:
¿Cómo es que Vuestra Alteza viene solo y de tal guisa? ¿Qué es lo que ha traído a mi señor hasta este rincón de la tierca?
Vengo a pediros amparo y ayuda, conde. Un traidor, don Rodrigo, se ha alzado en armas; cogiendo por sorpresa a nuestro rey y dándole muerte, ocupó su lugar. Sé cuánto queríais a mi padre y cuál era vuestra lealtad para con él...
Contad conmigo y con mis leales, señor -respondió el conde.
Y al momento empezó a dar órdenes para enviar emisarios, lanzar llamadas a las armas y organizar él mismo las huestes.
Antes de marchar, el conde le dijo al príncipe:
-Señor; permaneced en el castillo en tanto yo voy a disponer nuestras fuerzas. Vos sois el dueño y señor de todos mis dominios y servidumbres.
Pero, cuando a los pocos días volvió el conde de Sobroso a su castillo, se encontró con que el príncipe Ebam había desaparecido. ¿Cómo? ¿Por qué?
Una cruel noticia vino a herir su espíritu y su corazón. Al partir, el príncipe Ebam había llevado consigo a doña Froralba, la hermosa mujer de aquel a quien había ido a pedir auxilio.
El de Sobroso pidió perdón a los amigos y caballeros de su casa por la molestia que les había causado, haciéndoles saber el motivo que le obligaba a suspender la acción que se había propuesto emprender. Después se encerró en la soledad de la torre, considerando aquella otra traición de la que él mismo había sido objeto.
¡Siempre la ambición gobernando a los hombres! -pensaba-. ¡Ambición de poder, ambición de riqueza, ambición de la mujer ajena! y estas ambiciones ruines dominan y avasallan a los pueblos. Matan, destruyen sin duelo, sin respeto a los derechos de los demás, sin estima de la propia dignidad...
Pasados algunos días, se vio a una mujer acongojada arrodillarse ante la puerta del castillo.
¿Quién es esa mujer? -preguntó el conde.
Es doña Froralba -respondiéndole-. ¡Infeliz, desdichada!
¿Viene Por arrepentimiento?
Viene porque ha sido abandonada por eI príncipe.
Si hubiera venido arrepentida, tal vez la recogiera; viniendo porque el príncipe la abandonó, no puedo hacer nada por ella.
 Asi pasó Froralba todo el día, siempre arrodillada ante la puerta; siempre llorando sus pesares.
Con las primeras oscuridades de la noche, Froralba se irguió, aunque apenas podía sostenerse en pie; pero, apoyándose en los muros del castillo, va caminando alrededor de su antigua morada, llorando y llamando al conde su esposo. Pasada la media noche, Froralba sigue llorando, entre sollozos y congojas, arrastrándose al pie de los muros, porque ya no tiene fuerzas para caminar. Al rayar el alba aún se escuchan los débiles lamentos de la desgraciada. Después, nada: el silencio absoluto.
Cuando las puertas del castillo se abrieron al nuevo día, ya levantado el sol, fue recogido y enterrado silenciosamente el cadáver.
¡Ambición de poder, ambición de riqueza, ambición de la mujer ajena! y estas ambiciones ruines dominan y avasallan a los pueblos. Matan, destruyen sin duelo, sin respeto a los derechos de los demás, sin estima de la propia dignidad...
Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega

sábado, 5 de diciembre de 2015

EL CASTILLO DE SOBRADA















EL   CASTILLO   DE   SOBRADA

En Sobrada, hoy del ayuntamiento de Arcos, en Otero de Rey, no hace muchos años que se veían aún restos del antiguo castillo feudal, donde, según la tradición, aconteció una tragedia.
Allá por el siglo XI, cuando el rey Alfonso VI luchaba valerosamente contra los moros, uno de los condes gallegos que no tenía ya resistencia ni ánimo para cabalgadas y guerras debido a sus muchos años, envió a su hijo, hombre varonil, fuerte y arrojado, al frente de veinte lanzas y cerca de doscientos vasallos bien armados.
Llevaba ya mucho tiempo ausente el joven Ruy de Sobrada, que tal era el nombre de aquel viejo y noble señor de la comarca de Arcos, cuando llegaron noticias al castillo de que la madre de doña Sancha, la esposa de Ruy, estaba muy gravemente enferma, hasta el extremo de ya no contarse con ella.
Después de pedir licencia a su suegro, doña Sancha emprendió viaje hacia el castillo de sus padres, acompañada de algunos antiguos servidores y llevando consigo al enano Alcoucel, que era para el viejo conde don Outel como el mejor perro de guarda para custodiar a su nuera.
Estaba una tarde el viejo señor de Sobrada contemplando tristemente la campiña desde la ventana de la torre donde tenía su morada; era la víspera de su ochenta aniversario y pensaba en el hijo que andaba guerreando contra los moros y del cual hacía ya mucho tiempo que no tenía noticias.
De pronto, se estremeció al oír la bocina que Alcoucel, sin duda, hacía sonar en las almenas del castillo.
¿Llegaba, pues, de vuelta su nuera?
Pero ¿por qué Alcoucel hacía aquella señal de alarma?
Al poco tiempo, vio entrar en la estancia al enano.
¿Qué quiere decir ese triste lamento de tu bocina? -le preguntó don Outel.
Quiere decir, señor mi amo, que debéis desconfiar de la señora doña Sancha, vuestra nuera.
Cuenta -le ordenó el viejo conde; y su mirada se anubló y las arrugas del temor trazaron surcos profundos en su frente y sus cejas se fruncieron.
Hace cuatro días llegó al castillo de Mirás un caballero; sólo llevaba consigo dos mozos bien armados, eso sí, pero su traza era de gente que parecía inspirar poca confianza. El caballero, que usaba una armadura oscura, ya un poco abollada, y sin escudo ni marca alguna, pidió asilo. Después de descabalgar, habiéndose enterado de que la anciana señora había fallecido en aquellos días, solicitó ver a la señora hija, doña Sancha, con la cual estuvo hablando a solas...
Pero, ¿quién era aquel caballero? -preguntó don Outel.
Nadie lo sabe. Yo apenas le he visto. Es un hombre requemado por el sol, muy barbado, de barbas negras y ojos brillantes...
¿Y después?
Permaneció en Mirás hasta que salimos para Sobrada; y a Sobrada ha venido, mostrándose siempre muy cariñoso y servicial con la señora condesa.
¿Está aquí? ¿Cómo no se ha presentado ante mí?
No lo sé, señor mi amo.
¿Dónde está?
En la torre del sur.
¡En la torre del sur! Es allí donde habita la condesa.
El caballero se alojó en el otro piso.
¡Oh! Pero eso... -y murmuró colérico-: ¡Juro a Dios que la honra de mi hijo será vengada!
La señora condesa doña Sancha, después de saludar a su suegro, se retiró a su habitación. Venía muy cansada del viaje y muy afectada por la dolorosa pérdida de su madre. Apenas reparó en la frialdad con que el conde la había recibido. Una gran alegría interior absorbía toda su atención, todo su interés.
Ya en su aposento, habla con sus doncellas de la sorpresa que guarda para su suegro en el próximo día de su cumpleaños. A pesar del reciente luto, piensa en la felicidad que habrá de traer para todos el nuevo día.
De pronto se oyen gritos: ruido de algo pesado que ha caído, Y casi al momento entra en la sala don Outel de Sobrada. Sus ojos relumbran como si chispearan; sus manos tiemblan; su boca no se sabe si ríe o hace una mueca de asco, de cólera o de pavor.
El conde coge violentamente de las manos a su nuera y tira de ella, casi arrastrándola hasta la ventana.
¡Mira para allí! -le dice con voz ronca y furiosa, mostrándole at pie de la torre, sobre las losas del patio, el cadáver de un hombre.
La condesa doña Sancha, en un estremecimiento de horror, grita entre sollozos:

-¿Qué ha hecho, señor? ¡Ha matado a mi marido! ¡Ha matado a su hijo!

Desconfia de tus impulsos, piensa

Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega