sábado, 26 de septiembre de 2015

EL CONDE Y LA PEREGRINA



















EL CONDE Y LA PEREGRINA
Él era un conde llamado Munio, joven y apuesto, alegre y mujeriego.
Un día se encontró en un camino con una hermosa muchacha, que volvía de hacer el camino de Compostela. Iba sola y caminaba muy despacio como si estuviera cansada; parecía triste y pensativa.
El conde Munio púsose a su lado e intentó hablarle; pero la doncella, sin duda joven virtuosa, no le contestó ni bien ni mal, pues nada le dijo. El conde no se desanimó por eso y siguió a su lado diciéndole que, pues llevaban el mismo camino, tendría una gran satisfacción en acompañarla, no fuera a suceder que yendo, como iba, sola, pudiera encontrarse algún desalmado que pretendiese ofenderla o hacerle daño; y así, él se encargaría de ampararla y defenderla.
La joven le agradeció entonces tan estimable ayuda, que no le pareció cosa que debiera desechar, y fueron siguiendo juntos el camino.
Poco después el camino real atravesaba un bosque. El lugar solitario, la hermosura de la doncella y los deseos del conde hicieron que este cometiera con la indefensa joven un hecho vil, y la violencia se consumó.
La pobre doncella gritó en balde pidiendo socorro; pero nadie oyó sus doloridos lamentos.
Munio reíase de la infeliz y le decía:
Calla, mujer, que la cosa no es para tanto sollozar. En cuanto llegue al castillo, te enviaré uno de mis criados para que te consuele, y aun has de quedarme agradecida.
Y se fue apurando el paso, muy ufano.
Más, en esto apareció un viejo soldado de largas barbas blancas, que, a juzgar por la concha de venera (concha de vieira o del peregrino) que llevaba en el frente de su sombrero, así como las otras que mostraba su esclavina, bien claramente se veía que venía también de vuelta de una peregrinación a Compostela, siguiendo el mismo camino que la desdichada muchacha. El soldado se apoyaba en su larga y fuerte espada, como en un cayado; y acercándose a la romera, le preguntó el porqué de sus tristes lamentos y sollozos.
La infeliz le contó entonces cuál era su desgracia y cómo esta le había sucedido cuando volvía de Santiago, adonde había ido a fin de orar arrodillada ante la tumba del Apóstol para rogarle protección en su soledad y desamparo, puesto que había perdido a sus padres.
El viejo soldado, con cariñosas palabras, fue calmando su congoja y enjugando sus lágrimas y le dijo que iba a llevarla consigo a presencia del rey para ver de remediar el mal.
Y fueron los dos caminando hasta el palacio real.
Yo te requiero, buen rey, por el Apóstol – dijo el soldado – que hagas justicia a esta peregrina.
El rey mandó llevar ante sí al conde Munio y le dijo:
Por ley divina tenéis la obligación de casaros con esta joven que habéis ultrajado. Por ley humana debéis ser degollado si así no lo cumplieres; que no valen hidalguías cuando habéis faltado a Dios y a la honra de esta doncella.
Venga el verdugo – respondió el conde – mejor quiero morir mil veces que vivir avergonzado.
Sea -   dijo el rey.
Buen rey, hacéis mala justicia. No habéis juzgado bien el hecho, pues que la honra se paga con sangre; pero no se lava el pecado. Primero el conde debe casarse con la joven y después debe ser degollado.
Al hablar así, dejó el soldado su espada, se despojó de su vestidura de peregrino y apareció con el traje de un santo obispo.
El conde, arrepentido, se arrodilló a sus pies. Entonces el obispo tomo la mano de la joven y la del conde y allí mismo los declaró casados.
El conde pedía la muerte para n o verse deshonrado. El obispo lo absolvió de su pecado; aun no bien acabara de pronunciar las últimas palabras, cayó el conde Munio muerto a sus pies, librándose así de ser ajusticiado.
Y dicen las crónicas que aquel santo obispo era el mismísimo Santiago en persona, que había acudido en socorro de su peregrina.
CONCLUSION: EN AQUEL TIEMPO TAMBIEN HABIA DESALMADOS EN EL CAMINO DE COMPOSTELA.
Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega

viernes, 18 de septiembre de 2015

EL MILAGRO DE VILAGUISADA

















EL MILAGRO DE VILAGUISADA
En la provincia de Lugo, ayuntamiento de Cospeito, en el camino que va de Vilaguisada a Saavedra, esta la ermita de la Virgen de los Milagros, y en la pared del lado del evangelio del altar mayor, hay un sepulcro donde yacen las cenizas y el escudo de armas con los nombres de don Rodrigo González de Ribadeneira y su esposa doña Violante de Saavedra, señora de Vilaguisada.
Don Rodrigo González de Ribadeneira, que había accedido al título de señor de Vilaguisada (a través de su matrimonio con doña Violante de Saavedra señora de Vilaguisada), Vivian dichosos en su casa-torre de Vilaguisada. La casa-torre estaba situada en la parroquia de Saavedra, a la cual pertenecía la ermita de la Virgen de los Milagros, que desde tiempos inmemoriales tenía muchos devotos y como no también a los señores de Vilaguisada.
Y sucedió que un mal día, apareció un hombre muerto en una de las dependencias de la casa de Vilaguisada y algunos de aquellos enemigos personales de don Rodrigo le achacaron el hecho y culpa de esa muerte, o por lo menos, que él había sido quien mandó que lo mataran. El caso fue que la justicia real le mandó prender.
Pero cuando lo llevaban camino del tribunal que había de juzgarle, tuvo que pasar por delante de la iglesia donde se veneraba la Virgen de los Milagros.
Cerca de esa iglesia había una fuente a la cual llamaban, por su proximidad, la “Fuente de Nuestra Señora”, al llegar ante ella, don Rodrigo exclamo:
-¡Oh, Virgen Santa!¿No harás ver a estos hombres que me llevan preso sin razón, que yo soy inocente de lo que se me imputa?.
Y aún no bien fueron dichas estas palabras, he aquí que las cadena con que iba preso se soltaron y cayeron en el suelo por si solas.
¿Cómo ha sido eso? - dijo uno de los que le llevaban-.
-Eso fue que no las has puesto bien- - dijo otro- ; ya verás cómo, al asegurarlas yo, no le caen.
Y, con el mayor cuidado, cerró bien el candado para que no volvieran a caerse de nuevo.
Pero, a pocos pasos más adelante, y en el mismo momento que pasaban por delante de la puerta de la iglesia, don Rodrigo volvió a decir:
-¡Oh, Virgen Santa!¿Tú, que sabes que soy inocente, no me ayudarás?
Y entonces otra vez las cadenas se soltaron y cayeron al suelo.
¡Esto es un milagro de la Virgen! – Gritaron algunos de los que le custodiaban- ¡Es un milagro! Este señor es inocente.
El alcalde del Ayuntamiento escribió en un papel cómo por la invocación del señor don Rodrigo las cadenas se habían soltado sin que nadie las tocara y le dejaron volver para su casa en libertad.
Agradecido, el señor de Vilaguisada quiso que el día que finase fuera enterrado al pie de la Virgen de los Milagros de Saavedra; y se dice que acudió tanta gente a su entierro, que llenaba el camino que va de Vilaguisada a Saavedra.
Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega

viernes, 11 de septiembre de 2015

MILAGRO EN COMPOSTELA - AÑO 866
















MILAGRO  EN  COMPOSTELA - AÑO 866

El 18 de Junio del año 866, el rey D. Alfonso III nombra a Adaulfo II obispo de la sede de Iria y Compostela, pidiéndole que procure regirlas con vigilancia y firmeza, extirpando los vicios y malas costumbres y que haga oración por él con toda su congregación, como repite al final del diploma. "Omnia vigilater …….....cum omni congregatione vestra" ( Tumbo A, fol 2; España Sagrada, Tom. XIX). Aquí se ve ya que la Iglesia de Compostela ocupaba el primer lugar de la Diócesis.
Las eminentes virtudes de Adaulfo II, y acaso su celo por la conservación de la disciplina eclesiástica, ofuscaban con sus destellos a muchos espíritus débiles (ó fuertes, según la carne), que no podían soportar el vivo resplandor de tanta luz. Urdieron, pues, una conspiración para sepultar en el cieno á quien de él pretendía levantarlos. Buscaron como cómplices e instrumentos a algunos de los servidores de la Iglesia Compostelana (Fueron cuatro los criados del obispo: Iadón, Cadón, Ensión y Auxilión), y los instigaron para que acusasen ante el rey al obispo Adaulfo II del torpísimo vicio de sodomía.
El rey muy sorprendido, dio oídos a la denuncia de los siervos, los cuales de tal modo supieron presentar el hecho, que el crimen parecía fuera de duda. Sin embargo, como no era procedente el castigo por solo la acusación de los siervos, juzgo que el obispo debía purgarse del delito ó demostrar públicamente su inocencia, por medio de una de aquellas pruebas que estaban tan en uso en la Edad media, y que se conocían con el nombre de pruebas vulgares o juicios de Dios. La prueba propuesta, por consejo de los maliciosos émulos del Prelado, fue el ser expuesto á la furia de un toro bravísimo azuzado por los ladridos de encarnizados perros.
Acepto Adaulfo II; y el día convenido, después de celebrar con el fervor y devoción de que era capaz la Santa Misa con el ceremonial prescripto para tales casos, y revestido de pontifical, salió a la plaza en que había de tener lugar el terrible drama (La plaza en cuestión, yo creo que era lo que ahora se conoce como San Clemente, antes Campo de la leña y mucho antes era un descampado con pinos).
Grande era el concurso, afanoso de contemplar la escena; pues el espectáculo lo requería, o que no podía ser más que una experiencia jurídica de la inocencia de un tan cualificado acusado. Sale enfurecido el toro; y la ansiedad por ver el desenlace del encuentro entre el obispo y el toro se refleja en el semblante de todos los asistentes. Y en efecto, el desenlace resultó bien digno de ser contemplado. Así que el toro advirtió la presencia del obispo, depuso su fiereza y se acerco manso, sumiso y humilde hasta poner sus temidas defensas, como señal de reverencia, entre las manos del prelado.
Vencida estaba la prueba; Adaulfo II  fue declarado inocente del crimen y los acusadores de falsarios y perjuros. El prelado no se aprovecho de su triunfo, perdonó a los falsarios, después de renunciar a la Sede y hacer publica manifestación de que olvidaba la injuria. Desde entonces se dispuso a satisfacer la constante aspiración de su vida, el entregarse de lleno a la contemplación retirándose a un lugar de Asturias (Iglesia de Santa Eulalia del valle de Pravia y en la cual a su muerte fue sepultado).
Díjose, por último, que el toro había dejado sus astas en las manos del prelado y se colgaron como recuerdo, en el baldaquino del altar mayor de la iglesia de Santiago de Compostela (Hoy catedral).
Antes de retirarse a la meditación dejo el obispado en las manos de de su sobrino por parte de madre, Sisnado I, el cual trajo sus restos de Asturias a Compostela, y les dio honrosísima sepultura.
Leyenda ó Milagro ??????
Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega
 Fotografías en :
http://alianzagalega.blogspot.com.es/